No quiero jugar en equipo: soy un lobo solitario.
Por Gonzalo Toca.
Yorokobu.
Profesionales hiperindividualistas de alto rendimiento: Lobos solitarios |
El hiperindividualismo de alto rendimiento en la oficina está penadísimo a veces con buenas razones y otras veces por culpa del consenso de los necios, los miopes, los pobres diablos y los gregarios crónicos.
Entonces se produce la cacería del lobo y su expulsión física y simbólica de la manada. ¿Querías soledad? Pasarás frío y hambre. Volverás a nosotros suplicando ayuda. Te domaremos hasta convertirte en un caniche enrabietado. Volverás.
Los lobos solitarios
Las metáforas nunca son neutrales. Los lobos, popularmente, son unos seres traicioneros, ladrones y agresivos que necesitan, normalmente, a su comunidad para poder sobrevivir. Cuando los hombres se convierten en uno de ellos, se matan entre sí, y cuando lo hacen las mujeres, simplemente las acusan de prostituirse.
Por eso, los burdeles se llamaron durante siglos lupanares y Hobbes escribió hace mucho que lo único que podía evitar la violencia animal del hombre era un estado policial, husmeador y autoritario como un perro adiestrado por la Gestapo.
De más actualidad es la imagen del lobo solitario como terrorista. Ahí tenemos a un personaje, con trazas de inútil social, que siega la vida de inocentes, que en ocasiones nos hace el favor de llevarse también por delante la suya y que, en todo caso, revela una crueldad fanática y calculada.
Es el enemigo público número uno y su soledad es un agravante moral. Aquí la única soledad que se perdona es la del místico o el reo en aislamiento. Las demás son sospechosas.
Los solterones y los que cenan solos en público son dignos de pena. Los que atentan solos son dignos de miedo. Da menos pánico una banda criminal de cientos de muertos, con sus encapuchados y sus mensajes grabados, que un francotirador.
Los hiperindividualistas de alto rendimiento
Así las cosas, no sorprende mucho que los profesionales hiperindividualistas de alto rendimiento en la oficina hayan sido rebautizados como lobos solitarios. Despiertan la desconfianza de sus compañeros, generan inseguridad en algunos jefes, miran con sorna o escepticismo la distribución del poder y les preocupa bastante poco marcharse a la competencia. Nada personal, solo negocios.
Los compañeros desconfían de ellos porque envidian su ingenio para resolver problemas y su productividad… y porque no saben exactamente qué esperar. Esta gente viene a la oficina únicamente a trabajar, rinde mucho y coge puerta.
Defienden sus intereses con asertividad, fragmentan los proyectos colectivos en pequeñas áreas individuales donde cada uno es el único y máximo responsable (los vagos, desmotivados e incompetentes no quieren eso) y tienen pocas habilidades sociales.
Suele decirse, casi como chiste antropológico, que los humanos desarrollaron el lenguaje para que los que cazaban mejor pudieran convencer al resto de que les correspondía un pedazo mayor de mamut. Su supervivencia a largo plazo a muchos les parece inexplicable.
Es verdad que a los lobos solitarios les conmueven bastante más los bonus que las promociones. De hecho, estas últimas pueden llegar a temerlas un poco porque, horror de los horrores, los ascensos suelen obligarlos a gestionar equipos.
Eso no se hace con brillantez sin grandes dosis de inteligencia emocional y cierto aprecio por la política, la burocracia y el delicado equilibrio de poder. No son, por decirlo suavemente, sus principales fortalezas. Es como poner a Cristiano Ronaldo a liderar el Real Madrid.
También hay que reconocer que muchos otros, que ni siquiera rinden tanto, carecen de ellas, porque son los pajes del gran jefe, una aristocracia que se chulea en su incompetencia y que, en los casos más extremos, presume hasta de su falta de méritos. No se sabe si da más miedo su petulancia, su necedad o sus preguntas estúpidas en las reuniones. Lo importante es participar.
Hamlet sin Shakespeare
Los lobos solitarios pueden sembrar dudas en los jefes de este tipo y también en los que, teniendo méritos, sean inseguros. Les puede dar cierta vergüenza que su subordinado sea mucho más productivo y capaz.
En un mundo ideal, el de las alucinaciones perpetuas que les inyectan como suero mágico sus afines, eso no podría ocurrir. Y como no podría ocurrir, no ocurrirá. Hay que tomar una decisión: o minan al díscolo para que se marche o le ofrecen un destino nuevo e irrechazable lejos de su vista o se convencen de que un personaje que solo sabe trabajar no es competencia para alguien tan valioso y hábil (políticamente) como ellos.
Ventajas de los hiperindividualistas de alto rendimiento
La mejor alternativa para los jefes lánguidos y comodones hubiera sido delegar en ese héroe del rendimiento individual que es su subordinado, encargarle nuevos retos y desafíos que pueda ejecutar casi en soledad y aprovechar su ingenio y su ambición para apuntalar el prestigio del equipo y el suyo propio como gestor de personas.
No debería ser tan difícil convencer a los otros subordinados celosos de que el éxito del lobo solitario redunda en el beneficio de la comunidad. Llámalo mano invisible. Llámalo compartir el sudor de su frente. Llámalo un bonus colectivo que apague el incendio de la envidia.
También esa es la mejor alternativa para los hiperindividualistas brillantes. Maquillar sus éxitos como logros colectivos, persuadir a los demás de que no son una amenaza sino una bendición hasta para los miembros más torpes y torvos de la manada y, por fin, simular un gran aprecio y respeto a la jerarquía y los símbolos nacionales de la empresa.
Habrá tiempo de borrarse los logos del cuerpo como si fueran superficiales y vistosos tatuajes de henna. Podrán hacerlo sin culpa: los directivos se envuelven en la bandera de muchas empresas durante años consecutivos mientras proclaman, como esos futbolistas rutilantes que se mueren por la pasta, que esperan retirarse en el club que ahora les paga. ¡Sois la mejor afición del mundo!
Quizás el rasgo más inquietante de los lobos solitarios sea su mirada.
Perciben con fría claridad, desde la distancia que se toman con la empresa y sus equipos, la frecuente arbitrariedad del reparto del poder y las responsabilidades en las organizaciones, la pobreza intelectual de muchos jefes celebrados, los ridículos ademanes de la jerarquía y la evidente devastación de la autoestima que obliga a tantos compañeros a someterse ante otros mucho menos capaces, a permanecer en la plantilla aunque los maltraten, a fingir que la precariedad es una oportunidad que solo pasa una vez en la vida.
A convencerse, finalmente, de que la comunidad, encarnada por ese leviatán amistoso y brutal que puede ser la empresa, es siempre más sabia e inteligente que el individuo. No seas fascista. O sea.
Por Gonzalo Toca
19 julio 2018
Gonzalo Toca
Periodista en medios y think tanksFORBES España
ICADE / Georgetown University
Madrid, Madrid, España
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Licencia:
No especificada.
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Fuente: Yorokobu
Imagen: High performance employee
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